Uruguay abolió la pena de muerte hace más de un siglo y consagró en su Constitución que “las cárceles no están destinadas a mortificar, sino a la rehabilitación”.
Sin embargo, el sistema penitenciario enfrenta una tensión estructural entre esa norma y una realidad que se ha mostrado crecientemente incompatible con los estándares mínimos de dignidad humana.
Con más de 16.000 personas privadas de libertad y una de las tasas de encarcelamiento más altas de América Latina, el país asiste a una crisis que interpela directamente su compromiso democrático.
En el corazón del problema se encuentra la sobrepoblación: más del 40% de las unidades operan por encima de su capacidad y una cuarta parte de los reclusos vive en condiciones catalogadas oficialmente como de “trato cruel, inhumano o degradante”.
A ello se suma un perfil socioeducativo crítico: la mitad de la población carcelaria no culminó la educación primaria, y un número significativo presenta analfabetismo funcional.
En estas condiciones, los programas de capacitación y reinserción —aunque presentes— logran impactos modestos frente a un índice de reincidencia que ronda el 70% a tres años de la liberación.
Los sucesivos gobiernos han volcado recursos importantes, pero no suficientes ni siempre bien orientados. Uruguay invierte cifras altas por persona privada de libertad y sostiene un cuerpo de funcionarios penitenciarios que trabaja bajo presión extrema, en condiciones que también vulneran sus propios derechos laborales y de seguridad.
Las reformas impulsadas en por lo menos, las últimas dos décadas —nuevas cárceles, profesionalización del personal, propuestas de un Ministerio de Justicia, mesas interinstitucionales— han significado avances, aunque sin quebrar el ciclo estructural de hacinamiento, violencia y baja rehabilitación.
En comparación con otros países de la región, Uruguay invierte cifras elevadas por cada persona privada de libertad y cuenta con un ratio funcionario-interno relativamente favorable. Sin embargo, estos recursos no se traducen en mejores resultados.
Lo que falta —como señalan especialistas, trabajadores penitenciarios y organismos de control— no es solo presupuesto, sino direccionalidad estratégica. La inversión sigue orientada a custodiar más que a rehabilitar; a contener la crisis más que a resolver sus causas.
En un país donde el 80% del gasto del Ministerio del Interior va a salarios y funcionamiento, la infraestructura se degrada, los programas de capacitación se vuelven testimoniales y la atención a la salud, fragmentada entre ASSE y Sanidad Policial, continúa siendo insuficiente e ineficiente.
A pesar de ello, se han registrado avances. Las cárceles de “nueva generación” y la profesionalización de algunos equipos han permitido estándares algo más altos en determinadas unidades.
También ha habido intentos de reforma estructural: propuestas de crear un Ministerio de Justicia, fortalecer la autonomía del INR o expandir las medidas alternativas a la prisión.
Pero estos esfuerzos han sido parciales y suelen chocar con una tendencia política persistente: la presión social por respuestas punitivas rápidas, traducidas en endurecimientos legales que incrementan el número de personas encarceladas sin mejorar los mecanismos de reinserción.
Las motivaciones son diversas: la urgencia electoral por mostrarse “duros con el delito”, la carga simbólica de la inseguridad en el debate público, la fragmentación institucional que impide una política penitenciaria estatal —no gubernamental—, y la escasa visibilidad de quienes viven, trabajan o visitan la cárcel.
Las repercusiones, en cambio, son profundas. Un sistema que mortifica socava la legitimidad del Estado de derecho y erosiona la cohesión social. Aumenta la violencia intramuros, que luego se proyecta en las calles.
Deteriora la salud mental y física del personal penitenciario, cuyas condiciones laborales son también parte de la crisis. Y amplifica el dolor de miles de familias que cargan con las consecuencias económicas y emocionales del encierro.
Nos enfrentamos entonces a lo que podríamos calificar como “la paradoja uruguaya” —abolir la pena de muerte pero permitir que personas mueran en celdas saturadas o bajo negligencia estatal— se ha vuelto visible para organismos internacionales.
La ONU ha advertido que Uruguay enfrenta un riesgo cierto de retroceso en derechos humanos si no emprende reformas profundas y sostenidas.
Mirado desde una perspectiva de estabilidad institucional, el problema trasciende lo carcelario: pone en discusión la capacidad del país para traducir sus principios democráticos en políticas públicas efectivas.
El país se enfrenta, así, a un dilema ético y político: ¿Cómo conciliar la defensa histórica de los derechos humanos con un sistema que, en los hechos, expone a miles de personas a entornos que degradan su salud, su integridad y su futuro?
La respuesta no depende solo de más presupuesto, sino de un giro conceptual: pasar de un modelo centrado en el castigo a uno orientado a la reducción de daños, la reinserción efectiva y el respeto pleno por la dignidad.
La estabilidad democrática uruguaya, aún sólida en la región, se verá puesta a prueba en la medida en que acepte —o tolere— que su sistema penitenciario reproduzca desigualdad, violencia y exclusión.
Lo que ocurre dentro de las cárceles no es un fenómeno aislado: inevitablemente retorna a la sociedad y condiciona la seguridad presente y futura. Reformar el sistema no es un gesto humanitario, sino una decisión estratégica para preservar la cohesión social y la legitimidad democrática.


